El banco de la plaza perderá el calor de sus afectos y la soledad deberá apoyarse en el recuerdo para mitigar su ausencia.
El misterio, a veces frivolizado, de cruzar atardeceres, de irse a dormir cuando se apaga la luz de la iglesia, la exigencia del cansancio de tantos amaneceres, nos deja al borde del abismo de las verdades. Ese barrunto, cotidiano y silencioso que adormece cada noche, de la seguridad de nuestra fin.
Algunos creen que el ruidoso trajín de cada día, la banalidad con se rellenan los tiempos estériles, nos aparta del verdadero significado de estar vivo, que no es otro que la finitud del “ser ahí”.
Más allá de la geografía espiritual que cada uno habite, de sus creencias, heredadas o construidas, hay pensadores para los que su finitud es el eje central que define, que crea, la existencia humana. La conciencia de la propia mortalidad es inseparable de cada hombre y de cada mujer y esta conciencia da forma a cuanto vivimos: las decisiones que tomamos y los paisajes que exploramos. No es simplemente un fin, sino el horizonte que da significado a la existencia.
Salud compañero, en el recuerdo que todos seremos.
… Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros cantando:
y se quedará mi huerto, con su verde árbol,
y con su pozo blanco.
Todas las tardes, el cielo será azul y plácido;
y tocarán, como esta tarde están tocando,
las campanas del campanario.
Se morirán aquellos que me amaron;
y el pueblo se hará nuevo cada año;
y en el rincón aquel de mi huerto florido y encalado,
mi espíritu errará, nostálgico…
Y yo me iré; y estaré solo, sin hogar, sin árbol
verde, sin pozo blanco,
sin cielo azul y plácido…
Y se quedarán los pájaros cantando.
El viaje definitivo
Juan Ramón Jiménez
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